Escribe: Juan Carlos Briceño
Ya no estás aquí, es verdad, pero vaya que estabas. Ya tu cuerpo no respira esa necesidad infinita de ser feliz. Ya no eres más terrenal. Ya no eres más mortal. Hoy, eres, infinito.
Y es que siempre fuiste diferente, así, con la cancha inclinada y con los cordones mal atados.
Fuiste un dios con alas rotas. Que fue arrojado a la tierra para convivir con los mortales. Para enseñarnos la perfección de un regate, o de un enganche. De jugar siempre para adelante. De sentirnos grandes, por un rato. Nos enseñaste tanto, y no lo sabías. Nosotros no lo sabíamos, tampoco.
Ya no estás aquí, es verdad, pero siempre estuviste. Fuiste un ser lleno de vicios y de temperamentos perversos, que parecían convivir en irreverente alegría en ese cuerpo regordete. Y así eras feliz. Y así, nosotros, también lo éramos.
Hijo del tango y la milonga, llegaste a esculpir tu destino, y transformarte en un hombre que soñó en grande, y que le dio a este juego tan mundano, una mirada distinta y también piadosa. Le diste vida. Forjaste un pie en el estribo de tu núcleo palpitador, tan inigualable, tan prodigioso y complejo, como tu propia vida. Era tu estrella Diego, y de esa, era imposible escapar, ¿verdad?
Fuiste esclavo de un demonio blanco, del cual nunca pudiste despercudirte. Un leviatán que siempre intentó amarrar tu talento. Hoy, al fin, eres libre.
Ya no estás aquí, es verdad, pero estarás para siempre. Fuiste un ser que dejó de ser argentino, para pertenecer al mundo. Porque sí, porque eres de todos, ahora. Siempre lo fuiste realmente. Adiós, Pelusa. Siempre te recordaré así: tan humano, tan errático. Tan pecador.