Escrito por: Manuel Castañeda Jiménez/ La abeja
Quizás el cuadro figurativo más terrible que la genialidad de pintor alguno haya producido, es el cuadro de “Saturno devorando a sus hijos”, de Goya, por la fuerza con que representa al dios romano del tiempo que consume todo lo que engendra (Cronos para los griegos). Porque todos sabemos perfectamente que el tiempo huye irreparablemente y todo lo consume. Ya no se puede desandar lo andado. Y un día, más temprano o más tarde, todos habremos de dar cuenta al Creador de nuestros actos; desde el más encumbrado, hasta el más humilde o abandonado de los mortales. Tendemos , así, a mirar con nostalgia el pasado ya ido consumido, al cual no podemos mover; y que lleva a Jorge Manrique a exclamar “cómo a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor”.
El tiempo, sí, lo consume todo. Nada se libra, ni siquiera el universo, el que, de forma natural y por las propias reglas que lo rigen, acabaría siendo una masa uniforme de calor, el último estadio de la energía de la energía conocida, al menos, puesto que la materia oscura y la energía oscura siguen siendo un misterio y seguramente darán sorpresas cuando los científicos puedan llegar a mayores conclusiones al respecto.
También la historia, maestra de la vida, como diría Cicerón, nos muestra episodios muy parecidos al retratado por Goya, que parecen repetirse y conforme a los cuales ciertos grupos humanos consumen a otros. Grandes imperios, surgidos tal vez por un afán no bien encaminado, de volver a reunir a la familia humana dispersa desde la Torre de Babel, en su ímpetu conquistador consumieron pueblos enteros y desaparecieron a su vez culturas, a veces milenarias. El odio, es también un factor destructor terrible; hace pocos años vimos, estupefactos, las imágenes de la destrucción de la ciudad de Palmira por parte del ejército musulmán de ISIS. También sucede dentro de una sociedad humana cualquiera; a veces por métodos menos violentos, pero no por ello menos efectivos. Si los hombres buscasen la justicia, los grupos humanos más que nada se irían transformando hacia estados mejores; pero en la sociedad humana existe una pugna entre quienes buscan la justicia y quienes buscan sus afanes personales a cualquier costo. Porque buscar el bien individual es necesario y merece respeto y protección: no es sino la consecuencia de la libertad humana sumada al amor a sí mismo y a los suyos. Por lo que, producir riqueza y alcanzar una fortuna, no solo está bien, sino que es deseable. Tanto mayor la fortuna, más admiración debe merecer; por supuesto si se obtuvo sin cometer injusticias. Nadie las comete, por cierto, por el hecho de heredarla, aunque no haya tenido buen origen. Las culpas son individuales y “nadie se condena por culpas ajenas”. Distinto es que, sabiendo que el origen no fue muy santo, no se adopte un cierto compromiso moral de reparar de algún modo el daño social que pudiera haber antecedido; pero eso ya es algo que queda en la conciencia de las personas.

Cierta vez, trajeado con terno pues así iba a la oficina, y luego de estacionar mi modesto automóvil Toyota en una calle al lado de una demolición, al bajar de él escuché que un obrero le decía a otro, pero con tono de fastidio “ahí viene un millonario”. Dentro de mí pensé nada más “si fuera millonario, tendría un chofer y con ello le habría asegurado a alguien un puesto de trabajo”.
Por desgracia, desde hace años los actores del odio han ido minando la consideración debida a las grandes fortunas. Ayudados, por cierto, por gente como la de Odebrecht y sus amigos que, con un afán salvaje de incrementar su patrimonio, no les importó violar leyes, comprar honras y realizar toda clase de actos deleznables. Esta clase de gente merece el repudio, sobre todo, de sus propios pares de fortuna, pues hace aparecer como que los ricos son unos malvados sedientos de sangre, cuando no sólo crean un puesto de trabajo para un chofer como me hubiera gustado a mí, sino miles de puestos de trabajo, generándose a su vez riqueza para todos. Gran parte del poderío de los Estados Unidos, se debe precisamente a las grandes fortunas que se lograron en ese país, que no solamente crearon millones de puestos de trabajo en conjunto, permitiendo la explotación de sus recursos naturales y la producción de bienes y servicios en cantidades gigantescas, sino que trasladaron hacia Estados Unidos una riqueza cultural estupenda que seguramente habría perecido por el descuido, la indiferencia o la falta de recursos para mantenerla.
El odio, la envidia hacia quien tiene más, en lugar del merecido aplauso, es un grave factor que dificulta el desarrollo de la civilización. Cuando escuchamos a un candidato amenazador, que genera desazón no solo en el grande, sino también en el mediano y el pequeño, y vemos la carga de odio que emana de sus allegados sea por sus palabras o sus actos, el prontuario de mentiras que no tienen empacho en difundir, no podemos sino repudiar una tal opción por ser contraria al bien común y, finalmente, queriendo destruir “a los que tienen más”, lo que producirían sería la destrucción de todo y de todos. Ya el dueño de una farmacia o la dueña de una panadería se encuentran intranquilos porque no saben si tendrán que cerrar sus negocios, sea porque acaben considerándolos establecimientos de primera necesidad e y buscando incorporarlos a las cadenas del Estado, o porque se verán obligados a cerrar sus negocios para buscar fortuna en otras tierras.

Goya nunca imaginó cuando pintó a Saturno en el acto monstruoso de comer a sus hijos, que su figura sería aplicable también a las organizaciones comunistas, que todo lo acaban destruyendo cuando están en el poder, empezando por la libertad. Y no solo eso, sino que, al igual que ese horrendo padre, los comunistas terminan relegando o acabando con los socialistas y los más moderados como compañeros de ruta y tontos útiles. “El diablo nunca da lo que promete” se dice. Los moderados creen que medrarán en un gobierno radical. Falso. La historia lo desmiente repetidamente. Y quien o conoce la historia, está condenado a repetirla
Además, el odio y la envidia, el resentimiento, la soberbia y el ansia de poder, para con él esclavizar a las sociedades que caen en sus garras, no son sentimientos que vienen de Dios, y por eso, son pecaminosos y alejan de Dios. Quien los ayuda, no hace sino alentar su pecado y se vuelve cómplice de la misma falta; se olvidan esos ayudantes también, que el diablo nunca da lo que promete.
De ahí que el catecismo de la Iglesia Católica señala en su ítem 813, que el Príncipe de la Paz, esto es Jesucristo, es quien por su cruz “reconcilió a todos los hombre con Dios … restituyendo la unidad de todos en su solo Pueblo y en un solo Cuerpo”, que no es otro que la Iglesia misma, única que, sin ocupar el gobierno civil de los pueblos, es capaz de reunir a todos, por diferentes que sean sus culturas, sin necesidad de someterlos por la fuerza o mediante una conquista sangrienta, pues es una unidad en el amor, que es el factor más importante que permite desarrollar civilización.
Por eso, en el ítem 815 del mismo catecismo se indica como uno de los factores o vínculos de la unidad – “la sucesión apostólica (…) que conserva la concordia fraterna de la familia de Dios”.
Y el ítem 1 del apartado 279 del Código de Derecho Canónico establece, por su parte, que los clérigos “deben profesar aquella doctrina sólida fundada en la sagrada Escritura (…) tal como se determina (…) en los documentos de los Romanos Pontífices (…)”.
A la vista de todo ello ¿Qué podemos los fieles pensar de un obispo o de un cardenal, príncipe de la Iglesia, que en lugar de invitar a la concordia fraterna, adopta posiciones o favorece a quienes fomentan o son factores de discordia y no de concordia y propalan doctrinas contrarias a lo contenido en los documentos pontificios?

Su Eminencia el señor Cardenal Barreto, arzobispo de Huancayo, no ha cejado desde su designación, de fomentar posiciones favorables a la izquierda. Cierto es que mucha gente de izquierda, está en esas filas en la creencia de que es una opción más tendiente a la justicia social; lo que no es verdad. Pero el desconocimiento, a veces invencible, la falta de instrucción, y a veces también algún tipo de afecto personal o apego a las ideas propias, les cierra la mente o el corazón. Pero no se abre los ojos, o se intenta hacerlo, dejando a la gente en sus creencias erróneas o inconvenientes, sino exponiendo la luz de la verdad y mostrando el error, a veces con suavidad, y otras con energía.
Tal no se ha visto que sea la actuación pastoral de monseñor Barreto ni de antes, ni respecto de las próximas elecciones. Por el contrario, sus intervenciones han ido encaminadas hacia favorecer al candidato Castillo, sin reparar en el daño que eso produce para la concordia fraterna. Monseñor Barreto actúa como si la opción del señor Castillo fuera una “opción política más”. Y no lo es. Es una opción anticristiana, una posición condenada reiteradamente por la Iglesia y que va contra todo lo que la Iglesia ha enseñado siempre como santo y bueno. Todos cometemos errores. Monseñor Barreto también puede cometerlos. Pero, al igual de lo que se exige para la reconciliación con Dios, la reconciliación de monseñor Barreto con los católicos peruanos habrá de pasar no solo por un dolor de corazón y un propósito de enmienda sino por la adopción de una posición clara por la doctrina infalible de la Iglesia. Mientras no lo haga y omita pronunciarse clara y contundentemente contra el comunismo y el peligro que se cierne sobre el Perú y la Iglesia si el candidato Castillo asumiese el poder, a los católicos y a los fieles de su diócesis en particular les queda abierta la posibilidad de “resistirle de frente”, tal como San Pablo resistió al propio San Pedro, primer gobernante de la Iglesia naciente, formada no solamente por el clero, sino por todos los bautizados. Los fieles podrán, válidamente, abstenerse de seguir sus indicaciones o tomar sus palabras como venidas de un verdadero pastor de almas. Pues no basta que se fuera a escudar tras comunicados suscritos genéricamente por “los obispos del Perú” como el último de la Conferencia Episcopal Peruana y que no lleva firma alguna, ni siquiera de forma digital. No. Monseñor Barreto se encuentra en la obligación moral, como pastor de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, de dejar claro que su posición es la misma que la de la Iglesia. Que él, por su obligación de conducir por el camino al cielo a las almas que le han sido confiadas, no puede aceptar en lo más mínimo que el Perú sea gobernado por quien ha dejado claro que quiere instituir un estado de cosas palmariamente contrario a la ley de Dios y, por tanto, dificultar a los peruanos ese camino.
No sea que, como en la figura magistral creada por Dante, vayamos a ver a Monseñor Barreto invitando a los fieles a ingresar al infierno por la puerta del Partido dizque “Perú libre”, mientras sostiene un gran letrero que tapa la verdadera inscripción que dice “El que por aquí entre, pierda toda esperanza”.